No es un cascarón del que tendré que salir el día en que me
considere y la sociedad me catalogue como madura; no es la burbuja que tiene
que explotar para que pueda oírte, tocarte y hasta sentir tu aroma… porque
todos tenemos una. No es una venda que cubre mis ojos, porque claramente te
puedo ver. Ni siquiera son anteojos oscuros. Veo todo claramente pasando por al
lado mío, sin siquiera rozarme. Todo me indica que estoy viva. Todavía me quedo
mirando un árbol con admiración, porque es sumiso y colorido, y el que está al
lado también, porque hace una mugre linda en el piso, toda anaranjada.
Me quiero mantener invisible, aunque sea por unos segundos.
A lo sumo, un minuto sería suficiente para enfocarme en una sola cosa, sin que
la brisa me despeine y me desconcentre. Esperá, que esté invisible no quiere
decir que no me afecten ciertas cosas. Retomo, entonces: quisiera ser un algo,
una especie de alma sin un cuerpo que distraiga u ocasione limitaciones.
Quisiera ser una piedra, pero no preciosa. Una bien fea, insignificante, que
pase desapercibida. Una hoja también puede tener esta particularidad, aunque es
más frágil, se va para donde la lleve el viento… nah. Una piedra amorfa sería.
Ahí, tiradita en un piso cualquiera, en un rincón en el que no joda a nadie.
Recién ahí podré “sentarme”, sin que me despeine, ni tenga
que ponerme anteojos, ni que se me pegue un grano de tierra y se empiece a
sedimentar. Sin ninguna gracia, totalmente inútil pero sin por eso causar
molestia.
Comienza a tejerse una red, en la que todo se conecta con
todo (este don que tenemos las mujeres para atar cabos, dicho sea de paso).
Todavía hay rincones negros, espacios vacíos y puntos mal tejidos. ¿Descoser y
volver a coser? Después de tanto trabajo, qué lástima sería. ¿Remendar? Tan típico de novatos, tan de la muchedumbre…
Y pensar que una vez que no formas más parte de ella, posiblemente estés
muerto, o no sos humano. Hasta el más renegado no tiene el lujo de alejarse.
¡Qué bueno que no sea así!
Y a pesar de todo, hay días en que querés ser una piedra…
Como no se puede, está la opción de armar una bitácora. No hay ningún secreto
que esconder. O, si lo hubiera, no es este el caso. En ella podrás estar cuando
lo necesites. Va a ser tu tablero de corcho en el que pinches todas tus ideas,
dibujos, organigramas, planos y caminos. La decorarás a tu gusto, aunque eso es
algo secundario. Ni lugar va a haber para ese tipo de pequeñeces.
Mientras adoptás la postura de la piedra, te metés en la
bitácora: tu refugio mental, tu cable a nada, porque justamente eso queremos
lograr. En eso estamos de acuerdo, me imagino.
Nadie podrá entrar en ella, a no ser que lo permitas. No
tiene contraseña o cerraduras complicadas. Todo está en la voluntad. Pero hasta
que eso llegue a ser acaso una posibilidad dentro de tus consideraciones, será
tuya y solamente tuya. Vas a saciar la necesidad de poner todos y cada uno de
tus pensamientos en su lugar. No me refiero a jerarquías o clasificaciones. Voy
a algo más primitivo. El simple hecho de saber que ahí están, que nada mas había
que escribirlas porque, de lo contrario, se ponen molestas. Todas quieren su
espacio y vos ahí, posponiéndolas. Estás desayunando y zas! Idea molesta. Estás
durmiendo y zas! Palabra pesada. Estás escuchando tu canción preferida y zas! Recuerdo
innecesario.
No te alarmes si ves que la bitácora tiene el aspecto de un
globo a punto de explotar. ¡Se ajusta a la capacidad que necesites! La mía, por
ejemplo, está llena de palabras, dudas, descubrimientos, cansancios, joyas…
pero sobre todo, palabras. Y ellas sí que se hacen respetar. Exigen lo suyo,
pero una vez expuestas, sienten que cumplieron con su tarea.
Salen de mi boca (o de mis manos, en este momento), de forma
casi involuntaria. Como un vomito, las miro con extrañeza. Las leo y releo, una
y otra vez. Logro reconocerlas como propias, me sorprendo, las asimilo y –a veces-
avanzo.
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