miércoles, 25 de junio de 2014

Bitácora

No es un cascarón del que tendré que salir el día en que me considere y la sociedad me catalogue como madura; no es la burbuja que tiene que explotar para que pueda oírte, tocarte y hasta sentir tu aroma… porque todos tenemos una. No es una venda que cubre mis ojos, porque claramente te puedo ver. Ni siquiera son anteojos oscuros. Veo todo claramente pasando por al lado mío, sin siquiera rozarme. Todo me indica que estoy viva. Todavía me quedo mirando un árbol con admiración, porque es sumiso y colorido, y el que está al lado también, porque hace una mugre linda en el piso, toda anaranjada.

Me quiero mantener invisible, aunque sea por unos segundos. A lo sumo, un minuto sería suficiente para enfocarme en una sola cosa, sin que la brisa me despeine y me desconcentre. Esperá, que esté invisible no quiere decir que no me afecten ciertas cosas. Retomo, entonces: quisiera ser un algo, una especie de alma sin un cuerpo que distraiga u ocasione limitaciones. Quisiera ser una piedra, pero no preciosa. Una bien fea, insignificante, que pase desapercibida. Una hoja también puede tener esta particularidad, aunque es más frágil, se va para donde la lleve el viento… nah. Una piedra amorfa sería. Ahí, tiradita en un piso cualquiera, en un rincón en el que no joda a nadie.

Recién ahí podré “sentarme”, sin que me despeine, ni tenga que ponerme anteojos, ni que se me pegue un grano de tierra y se empiece a sedimentar. Sin ninguna gracia, totalmente inútil pero sin por eso causar molestia.

Comienza a tejerse una red, en la que todo se conecta con todo (este don que tenemos las mujeres para atar cabos, dicho sea de paso). Todavía hay rincones negros, espacios vacíos y puntos mal tejidos. ¿Descoser y volver a coser? Después de tanto trabajo, qué lástima sería. ¿Remendar?  Tan típico de novatos, tan de la muchedumbre… Y pensar que una vez que no formas más parte de ella, posiblemente estés muerto, o no sos humano. Hasta el más renegado no tiene el lujo de alejarse. ¡Qué bueno que no sea así!

Y a pesar de todo, hay días en que querés ser una piedra… Como no se puede, está la opción de armar una bitácora. No hay ningún secreto que esconder. O, si lo hubiera, no es este el caso. En ella podrás estar cuando lo necesites. Va a ser tu tablero de corcho en el que pinches todas tus ideas, dibujos, organigramas, planos y caminos. La decorarás a tu gusto, aunque eso es algo secundario. Ni lugar va a haber para ese tipo de pequeñeces.



Mientras adoptás la postura de la piedra, te metés en la bitácora: tu refugio mental, tu cable a nada, porque justamente eso queremos lograr. En eso estamos de acuerdo, me imagino.

Nadie podrá entrar en ella, a no ser que lo permitas. No tiene contraseña o cerraduras complicadas. Todo está en la voluntad. Pero hasta que eso llegue a ser acaso una posibilidad dentro de tus consideraciones, será tuya y solamente tuya. Vas a saciar la necesidad de poner todos y cada uno de tus pensamientos en su lugar. No me refiero a jerarquías o clasificaciones. Voy a algo más primitivo. El simple hecho de saber que ahí están, que nada mas había que escribirlas porque, de lo contrario, se ponen molestas. Todas quieren su espacio y vos ahí, posponiéndolas. Estás desayunando y zas! Idea molesta. Estás durmiendo y zas! Palabra pesada. Estás escuchando tu canción preferida y zas! Recuerdo innecesario.

No te alarmes si ves que la bitácora tiene el aspecto de un globo a punto de explotar. ¡Se ajusta a la capacidad que necesites! La mía, por ejemplo, está llena de palabras, dudas, descubrimientos, cansancios, joyas… pero sobre todo, palabras. Y ellas sí que se hacen respetar. Exigen lo suyo, pero una vez expuestas, sienten que cumplieron con su tarea.

Salen de mi boca (o de mis manos, en este momento), de forma casi involuntaria. Como un vomito, las miro con extrañeza. Las leo y releo, una y otra vez. Logro reconocerlas como propias, me sorprendo, las asimilo y –a veces- avanzo.


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