miércoles, 26 de marzo de 2014

Natural

Sin rumbo fijo, anhela escapar. Ni siquiera puede ver si lo que está detrás es su propia estela o sólo neblina ocular. O neblina y luces. O luces frías. Frío y sombra. Acelera el paso, liviano e incierto, humanamente robótico. Luz y sombra.
No es su estela, no son las luces, ni la niebla, ni los ojos, ni el frío, ni la sombra, ni el perro nervioso que ladra rogando atención. No es.
Es la misma escapatoria de la nada hacia la nada. Un paso y otro más. Sin estela, sin frío. Un meteorito apagado.
La sombra es la anti-estela. La sombra no se le despega y va adelante, firmemente delineada. Es tanto el parecido… Y no es un espejo. Debe ser así… La luz insiste.
 Al cachorro le gusta intentar agarrar su cola. En algún momento se cansa y se olvida de lo que quería hacer.




sábado, 15 de marzo de 2014

Horacio

Pedante y consciente de serlo, se pasa la vida buscando respuestas a preguntas que nunca nadie le formuló. Ni siquiera él. La comodidad le incomoda, en eso me siento identificada con él. Pero no soporta la comodidad ajena. Supongo que la percibe como una ofensa planeada para arruinar personalmente su vida. Todo gira en torno suyo y no hace mucho esfuerzo para escaparse del eje. Lo inevitable le sobrepasa como una condena a muerte a la que ya es tarde renunciar. Nunca se tiene la oportunidad de renunciar a semejante honor, y él lo sabe. Como la huella digital que nos ha tocado a cada uno, a él le toco la certeza de lo incierto, motivo por el cual lo imaginé transcurriendo sus días con cara de culo o, en su defecto, de concentración. No hay tiempo para la distracción a costa dela  ignorancia. La vida estática y conformista le causa alergias por doquier. En la cabeza, las uñas, las pestañas, el alma. Se supone que algo que no tenemos y que tampoco deseamos no debería causarnos el mal. Maldecir algo que poseemos causa un vacío. Será que se tuvo que resignar a su cerebro con contractura crónica.

Lo amo, lo odio, lo admiro, lo rechazo. Digno de respeto y lástima. Tan lejano porque así lo decidió, porque no es compatible con la sociedad, la que lo recibe y admira, y odia, y escucha atentamente sin interrumpir sus monólogos. Y él lo sabe. Necesita palabras para imponer distancia -y no barreras- aunque él se quiera convencer de que no es así. Reniega con palabras sobre las palabras. Anhela contagiarse de Morelli, fracasando vez tras vez. Aunque quiera, nunca podrá prescindir de las palabras, porque ellas son sus únicas aliadas, quienes ayudan a pasar su hilo por el estrecho embudo cuya boca era lo suficientemente amplia como para rodear momentáneamente un ovillo de palabras. Palabras... las que lo enmarañan y tienen como rehén, en penitencia hasta que todo lo que piensa sea traducido al corriente vocabulario. Porque el suyo es demoníaco, malintencionado, unilateral. Sobre todo unilateral.

Habla solo, no le interesa que el viento se lleve sus palabras. Lo mismo le daría si fuera mudo.

Piensa y habla. Sobre todo, piensa; sobre todo, habla. No va a hablar de algo sin previo análisis de todas las realidades posibles, y eso lo agobia.
Llega a la conclusión de que -a pesar de sospecharlas- no es omnipresente en todas ellas como para hablar de grandes verdades, y eso lo agobia.
Sin embargo, no descansa en el regazo de esa idea, de la que tiene total certeza. Lucha constantemente hasta, por lo menos, ser entendido al punto de no entenderse más porque no se puede, y eso lo agobia.
Y toma vodka malo, después un poco de vino, fuma, vodka, fuma y fuma, ceba mate despacito, mientras hace de las palabras ajenas algo miserable, como su ovillo de palabras que son invisibles a los demás y no le avergüenza, se siente superior a quien deja en ridículo. 
Mientras ellos dormían soñando con los desechos de su día, él tomaba los propios y le sacaba el jugo, así fuera ácido como el limón. Le divierte ver cómo los otros fruncen la cara al beber de su jugo, una y otra vez, y eso lo agobia más que otra cosa. Todo es predecible, nada lo sorprende. Sus ojos no se abren más que por la mitad. No necesita mirar al 100% porque, claro, ya lo sabe.

Está seguro de lo que sabe, conoce su límite. Le da risa el absurdo, habla calurosamente, le vuelve a dar risa, se siente pequeño, se rinde y prende un pucho con una mano temblorosa, mira por la ventana y "qué tiempo de locos, che".