Uno sabe que hay cuestiones que escapan al conocimiento
humano, o, al menos, al de la mayoría de los mortales. Se es más bien promedio,
con la sabiduría suficiente como para abrir una botella de gaseosa
violentamente batida con anterioridad, sin que se nos rebalse. Unos pocos saben
cómo evitar tirar un vaso lleno con bebida pegajosa, pero ahí ya estaríamos
entrando en un terreno más barroso.
Aspectos esenciales en la vida, aprendizajes
que nos acercan más al mañana que anhelamos; rústicas herramientas que sólo los
iluminados sabrán moldear de forma ergonómica para su uso cotidiano.
Marcelo Tinelli
es un banana, pero seguro que vos no podés comer un alfajor de un solo bocado
como él. Talentos que… no, talentos no. Conocimientos abrumadores que mueven
multitudes deseosas de poder hacer lo mismo.
Franklin sabía contar de dos en dos y atar sus agujetas,
pero siempre había algo que la pobre tortuga (o tortugo, nunca supe) ignoraba y
debía afrontarlo junto a sus amigos absurda y desproporcionalmente iguales a él.
De modo que, para cuando un capitulo finalizara, Franklin era más apto para
convivir en “sociedad” (si se le puede llamar así, ya que era un bosque poblado
por animales).
Quizá si no fuera por el profesor Búho, Franklin sería hoy un
inadaptado social que ata agujetas por la vida. Por suerte no resultó así.
Vayamos a la perspectiva cotidiana, al día a día... ¿Sos un queso en la cocina? No importa, se puede
disimular. Seguro sos un sofisticado cliente de los delibery’s y no sos de los
que piden una mozzarela ¡pfff! De rúcula y jamón crudo, o a lo sumo, una de
roquefort.
¿No entendés la diferencia entre los tipos de vinos?
También se puede disimular. Te servís un poquito, movés la copa en círculos y
lo olés delicadamente. Posterior a un silencioso sorbo, lo aprobás. No tires nombres al azar, mientras menos arriesgues, mejor.
Pero hay algo que no se acepta de ninguna manera y la
condena es dura si no sabés hacerlo, porque automáticamente de convertís en la
gota de aceite en un vaso de agua. Rancho aparte, totalmente. La desesperación es
notoria, y nadie te va a ayudar. Y no intentes disimularlo, es en vano. Mirás a
todos disfrutando de ese conocimiento, esa capacidad de memoria que te da un
empujón cuando todo está silencioso. Querés ser parte del todo, y el todo te da
un caluroso abrazo de bienvenida porque sos un miembro ejemplar y aplicado. No
como esos… esos estúpidos que intentan taparse como si nadie lo notara. Pobres.
¡El todo es absorbente, pero no me absorbe a mi! Y todo
por eso. Debo aceptarlo y compartir con ustedes esta desgracia que, espero, no
sea motivo de prejuicio. No es mi culpa, no lo puedo evitar…
No me sé ninguna puta letra de canciones. Es horrible. Todos
muy gozosos entonando las estrofas de esos anthems infaltables de Tan
Bionica o Abel Pintos (o Agapornis, en su defecto). O las de Fito, Los
Redondos, Fabiana Cantilo, qué se yo. Charly querido, perdón por esta deficiencia.
Intoxicados, después Daddy Yankee. Toda esa cosa que nada que ver con nada pero
que tienen esto en común. No hay caso, no retengo las palabras.
Lo bueno es que no estoy sola en esto. Mi amiga Lucha (perdón
por el quemo) también lo padece. Y no podemos hacer más que reírnos de esta
realidad. Al mejor estilo Capussotto, nos pasamos el mando después de esa parte
conocida tipo “que noche mágica, ciudad de Buenos Aires” y no se cómo sigue, como poniendo a prueba a la otra. O nos reímos a carcajadas de forma artificialmente oportuna. También nos funciona
tomar un trago mientras tanto. Absolutamente
al pedo. Yo sé que se nota.
No hay medicina para esto, porque no se lo considera una
enfermedad. Mal hecho. Nos convierte en monstruos que bailan como si se pusieran
en la piel del tema.
El karaoke me parece simpático.
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