lunes, 25 de marzo de 2013

Cosa de tontos

Durante la mayor parte de mi corta vida, viví con la idea de que ser sensible (en el sentido completo de la palabra) era algo malo.


En innumerables ocasiones, en crisis de autoestima, mi mamá solía decirme las cosas que toda madre le dice a sus hijos. Ya saben, lo de siempre. Pero de alguna manera, durante esas charlas, me sentía en un refugio, ya que ella parecía ser la única persona con la misma maldición y, por ende, la que me entendía (y no compadecía).


De ahí, que llegué a la pobre conclusión de que la sensibilidad era un gen maldito, dispuesto a torturarme de por vida. Las charlas con mi mamá se tornaron cuestionamientos, como si ella fuera cómplice del “azar” en los genes. ¡Un juego macabro!


Es que no entendía qué tiene de bueno sentir con esa intensidad las cosas buenas, al igual que  las malas. Toda una montaña rusa de emociones. Y lo peor de todo: mi mamá estaba convencida de que eso no tiene nada de malo. Por el contrario, se puede sacar provecho de ello. Simplemente habría que saber usarlo.


Pero cuanto más escuchaba ese tipo de respuestas, más me compadecía de mí misma. Y, créanme, eso es lo más bajo en la moral de todo ser humano; además de estar en una postura cómoda, en mi humilde opinión. En ese pozo había caído yo.


Un simple comentario era suficiente para recordarme esa condición inútil.



Todo era una represión constante de mí hacia mí misma. Toqué fondo. Hasta que lo entendí todo…


La sensibilidad no es algo que se aprende, ni se consigue con entrenamiento (wow, sonó como el fragmento de un libro de psicología). De otro modo, ¿cómo se explicaría lo mucho que disfruto la luz del sol en otoño, los abrazos genuinos, el olor a jazmín en navidad o la música como banda sonora de mi vida? ¿Por qué siento rechazo hacia la gente que no respeta a los animales y al medio ambiente, a los que no tienen dignidad y se reprimen tanto como yo lo hacía conmigo misma? ¿Qué hay del paso abrupto de la euforia a una depresión galopante, y viceversa?


No tengo un recuerdo puntual del momento célebre en el que finalmente hice el famoso clic. Lo que sí puedo decir con seguridad es que nunca me sentí más yo que desde entonces.


El viernes pasado, en una clase, el profesor hablaba de la sociedad de la información, en la que un Bill Gates o Steve Jobs no terminaron la escuela y, sin embargo, triunfaron. Casi textualmente, decía: “Hay clases en que los alumnos saben la respuesta a alguna pregunta que hizo el profesor. Pero nadie va a levantar la mano, porque la sociedad te hace creer que saber está mal, que es de estúpidos. Yo diría que estamos en la sociedad de la estupidez.”



Y sí, como tantos otros, fui y seguramente seguiré siendo víctima de esta sociedad que nos hace creer que sentir está mal, que es de frágiles. Es eso mismo lo que nos hace vulnerables al antojo de otros que, sin siquiera conocernos, nos manipulan.


No voy a hacer lo que hicieron conmigo. No voy a reírme de los no-sensibles. Yo seré una sensiblona, pero, eso sí… ¡no saben lo que se pierden!

jueves, 21 de marzo de 2013

Fábula muda de las estaciones

No quiero caer en la redundancia, ya que hace exactamente un año escribí sobre el mismo tema: el otoño. Pero son estas acciones las que me hacen dar cuenta de que hay cosas en la gente que no cambian… ¿o seguiré siendo una inmadura? El tiempo dirá.


Para quienes no hayan leído qué tiene de increíble esta época del año, acá dejo el link:


http://rachasdeluz.tumblr.com/post/19677037119/simplemente-extraordinario



Soy de esas personas que le quieren encontrar la explicación a todo, aunque cuando se la den, no la entienda del todo, como sería el caso científico… Pero me deja más tranquila siempre saber que lo que nos rodea no es obra de la combinación azarosa de acciones, sino que hay algo más. Eso que por ahí necesita ser rasgado un poquito  para hacerse ver.


De no ser así, la mayoría de las cosas no tendrían sentido. O peor aún: la vida no tendría sentido. ¿De qué me serviría, por ejemplo, ponerme zapatillas si los pies mantuvieran su temperatura y no se llenaran de ampollas?*


Por eso, creo que he caído en lo que los conductistas llaman la “caja negra”. Ese sombrío lugar en la humanidad que empuja hacia una caída libre infinita a ciertos temas.


Temas que tampoco les interesa llevar paracaídas por las dudas, porque están esperando desde siempre ese momento en que un ocurrente descubra, de la manera más absurda, su por qué.


No es tanta mi emoción cuando termina el otoño, como cuando recién comienza a dar indicios de su llegada. Más bien, se convierte en algo más parecido a la depresión, porque para junio los días ya están teñidos de grises invernales.


En alguna ocasión, también mencioné que el sentido sin el que sobreviviría seria la visión. ¿Será lo pintoresco de las hojas semi secas al contraste con el cielo lo que me pone hasta eufórica?


Lo que sí puedo afirmar con toda seguridad es que aquí está el flamante otoño, con sus colores cálidos por doquier (el único término que conserva del verano) esperando a ser asesinado por el temido invierno, quien terminará con su encanto, influido por el odio acumulado desde el comienzo de la historia.



*No me vengan con el tema de la moda, porque no habría mejor moda que andar en patas.


jueves, 7 de marzo de 2013

De inmigrantes y cabos perdidos

                                                                            Escrito el 19 de febrero.



Anoche estábamos desveladas con la abuela Dora (mi bisabuela, por si no leyeron los posts anteriores). Cuando eso sucede, nunca se agotan los temas de conversación. Familiares muertos son de su preferencia, ya que los recuerda con lujo de detalle, conservando alguna de sus pertenencias con cierta nostalgia. Regalos sin abrir, un pañuelo de seda y un reloj de mano entran en la lista. Esta vez, fue el turno de su difunto esposo, mi queridísimo y longevo bisabuelo a quien tanto extraño, el abuelo Balta.


- Abuela, ¿te puedo hacer una pregunta? no alcancé a preguntarle al abuelo… ¿Por qué el abuelo Balta es apellido Sánchez, y su hermano Angel es Juárez?


-¿Nunca te dijo el abuelo? Uhh, larga historia. Ellos son medio hermanos. ¿Vos sabías eso, no?


- No, pero lo sospechaba. Aunque se parecían bastante.


- Bueno, ellos comparten la madre. De ahí que tengan diferente apellido. Primero, tu tartarabuela se enamoró de tu tartarabuelo (sic), con quien tuvo al abuelo Balta. Él había venido de España en busca de trabajo porque parece que allá eran muy pobres. Pero resulta -entre risas- que el muy sinvergüenza había dejado a una esposa con hijos en España, a quienes les mandaba plata todos los meses… ¡hasta que un día se le aparecieron en Buenos Aires!


- ¡Noooo, se le juntó el ganado al viejo! ¿y entonces?


-Entonces, imaginate que disparó con su familia de España y dejó a la pobre mujer sola con tu abuelo.


- Pobrecita… y qué hijo de puta él. ¿Era chiquito el abuelo Balta?


- Sí, era un pibe todavía, pero siempre supo todo, eh. Estaba muy enojado con el viejo, lógico. Peeeero… después tu tartarabuela conoció a otro hombre con quien se casó y tuvo a Angel Juárez. Este hombre los crió a los dos por igual.


- Ahora sí. Quedó más que claro. Y todo surgió porque el otro día soñé con Angel. ¿No te pasa que a veces soñás con cualquier cosa?


- No sé, nunca me acuerdo de los sueños… Bueno, querida, me voy a dormir porque si no, mañana no me levanto.


- ¡Si no tenés que hacer nada, abuela!, le dije riéndome. Bueno, ‘ta mañana.