Lo amo, lo odio, lo admiro, lo rechazo. Digno de respeto y lástima. Tan lejano porque así lo decidió, porque no es compatible con la sociedad, la que lo recibe y admira, y odia, y escucha atentamente sin interrumpir sus monólogos. Y él lo sabe. Necesita palabras para imponer distancia -y no barreras- aunque él se quiera convencer de que no es así. Reniega con palabras sobre las palabras. Anhela contagiarse de Morelli, fracasando vez tras vez. Aunque quiera, nunca podrá prescindir de las palabras, porque ellas son sus únicas aliadas, quienes ayudan a pasar su hilo por el estrecho embudo cuya boca era lo suficientemente amplia como para rodear momentáneamente un ovillo de palabras. Palabras... las que lo enmarañan y tienen como rehén, en penitencia hasta que todo lo que piensa sea traducido al corriente vocabulario. Porque el suyo es demoníaco, malintencionado, unilateral. Sobre todo unilateral.
Habla solo, no le interesa que el viento se lleve sus palabras. Lo mismo le daría si fuera mudo.
Piensa y habla. Sobre todo, piensa; sobre todo, habla. No va a hablar de algo sin previo análisis de todas las realidades posibles, y eso lo agobia.
Llega a la conclusión de que -a pesar de sospecharlas- no es omnipresente en todas ellas como para hablar de grandes verdades, y eso lo agobia.
Sin embargo, no descansa en el regazo de esa idea, de la que tiene total certeza. Lucha constantemente hasta, por lo menos, ser entendido al punto de no entenderse más porque no se puede, y eso lo agobia.
Y toma vodka malo, después un poco de vino, fuma, vodka, fuma y fuma, ceba mate despacito, mientras hace de las palabras ajenas algo miserable, como su ovillo de palabras que son invisibles a los demás y no le avergüenza, se siente superior a quien deja en ridículo.
Mientras ellos dormían soñando con los desechos de su día, él tomaba los propios y le sacaba el jugo, así fuera ácido como el limón. Le divierte ver cómo los otros fruncen la cara al beber de su jugo, una y otra vez, y eso lo agobia más que otra cosa. Todo es predecible, nada lo sorprende. Sus ojos no se abren más que por la mitad. No necesita mirar al 100% porque, claro, ya lo sabe.
Está seguro de lo que sabe, conoce su límite. Le da risa el absurdo, habla calurosamente, le vuelve a dar risa, se siente pequeño, se rinde y prende un pucho con una mano temblorosa, mira por la ventana y "qué tiempo de locos, che".
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