martes, 26 de febrero de 2013

El sentido de la vida y esas cosas

Todos creemos que tenemos la libertad de decir y opinar sobre cualquier tema, aún cuando no tenemos ni idea, o peor todavía: tenemos una vaguísima idea, y lo demás son puras especulaciones. Y no sólo creemos que tenemos esa libertad; la tenemos. De hecho, la evidencia está en esas discusiones interminables sin un acuerdo al final.


Habiendo explotado ya esa bomba de palabras filosas por querer inculcar esa “obviedad” al otro, tiramos la toalla. Y es entonces que se hace ese silencio reflexivo y nos damos cuenta de que esos minutos agitantes fueron nada más que un desperdicio de saliva, paciencia y tiempo.


Claro que no son pocas las veces que suceden estos episodios (casi siempre con la/s misma/s persona/s y sobre el mismo asunto).


No sé ustedes, pero yo termino haciéndome la misma pregunta: ¿Para qué? Tantos pensamientos rebuscados, distintas formas de explicar una misma cuestión, ejemplos prácticos, el esfuerzo de ponerse en el lugar de otros, y hasta la redundancia en los términos. Decime vos, ¿para qué?


 




¿Acaso vamos a cambiar el mundo, a ser escuchados por quienes tendrían que escuchar, o mejor aún: llegaremos a un acuerdo? ¡No!


Mucho tiempo estuve con este pensamiento, buscándole el lado funcional a todo. Como si nos fuésemos a deteriorar por pensar tanto, lo que no significó que dejara de pensar. 


Y justamente, esa era la clave: pensar.


¿Qué sería de todos nosotros si no pensáramos? ¡¿O si no discutiéramos?!


Necesitaba pensar en dejar de pensar, para darme cuenta de que pensar es lo que más nos hace sentir vivos.

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